CAPÍTULO DOS (PARTE 2)
***
Aparentemente,
para el Dr. Felipe Sánchez “tarde” es lo mismo que “mañana”
ya que el desayuno es interrumpido por el timbre de la puerta
principal.
Teresa
agradece la interrupción. Estar sentada allí, fingiendo que come
(cuando tiene el estómago cerrado) y soportando la frialdad de Ana
le duele demasiado. No vendrá mal tener otra cosa en la que
concentrarse, algo que disipe esa tensión que tanto le desagrada.
El
hombre que llega acompañando a Dionisio, sin embargo, las hace
intercambiar una mirada llena de confusión.
El
Dr. Felipe Sánchez parece joven, demasiado joven como para dejar a
Teresa tranquila con la idea de que estará a cargo del tratamiento
de Ana y su sobrino. No lleva corbata, ni gabán, ni sombrero ni
ningún otro vestigio de la seriedad de su profesión. Sus pantalones
corrientes y la camisa de cuadros, con manga corta, le hacen parecer
un joven universitario que salió a pasear un domingo.
Pese
a que su ropa está, al menos, limpia, planchada y en su sitio, se
nota que no se ha afeitado en un par de días.
Sino
fuera por el maletín de doctor que deja en suelo y el estetoscopio
que cuelga de su cuello, Ana y Teresa hubiesen pensado que era un
chico que el doctor verdadero había enviado con un recado para
ellas.
“Hola,
hola.” Felipe, sin mirar aún ni a Ana ni a Teresa, saca de uno de
sus bolsillos una libretita. “Me llamo Felipe y estoy buscando a
una tal...” Felipe pasa las páginas de su libretita hasta
encontrar la que busca, pero la mira con dificultad. “Ah, una
tal...hum...” Empieza a buscar entre los bolsillos de su pantalón.
“¿Dónde puse mis...?”
“Doña
Ana Rivas.” Le dice Dionisio, solemne aunque tratando de ocultar su
propia confusión ante este personaje.
“Sí,
sí, un momento.”
Teresa
mira a Ana y menea la cabeza como diciendo “NO.” Ana se levanta
sin contestarle y se dirige a Felipe. Sonriente, le extiende la mano
al joven, quien estaba tan concentrado buscando sus espejuelos que
parece sorprendido por su interrupción.
“Ana
Rivas. ¿Usted es el doctor Sánchez? Es un placer conocerle.” El
joven se limpia la mano en el pantalón antes de coger la mano de
Ana. Se la aprieta fuertemente por un momento muy corto y luego sigue
buscando sus gafas. La actitud del chico corta a Ana por un momento,
quien se tiene que esforzar por mantener su sonrisa y sus tonos
educados. “Viene muy recomendado por el doctor Salcedo.”
“Sí,
sí. El bueno de Mauricio- ¡aquí están!” Felipe, triunfante,
saca sus gafas de un bolsillito de su maletín. Al ponérselos, al
menos parece más intelectual, aunque eso no tranquilice demasiado ni
a Teresa ni a Ana. Ambas se mantienen tensas, estudiándolo de arriba
a abajo, no sabiendo qué pensar.
El
joven lee en voz alta de la libretita que tiene en la mano.
“Sí,
busco a Ana Rivas. 24 años, embarazo de alto riesgo, amago de
aborto, 5 meses de gestación-”
Teresa
se levanta bruscamente; el ruido que hace su silla contra el suelo
retumba por todo el comedor. Sus palabras interrumpen al excéntrico
doctor.
“Hola,
me llamo Teresa y soy la cuñada de Ana.” Teresa se para junto a
Ana y, con una sonrisa algo incómoda, la agarra por la cintura. El
contacto no pasa desapercibido por Ana, quien se tensa un poco. “No
lo esperábamos hasta más tarde, nos ha pillado en mitad del
desayuno.”
Felipe
mira el reloj de su muñeca como si acabara de caer en cuenta de la
hora que es. “Ah, sí. Es cierto, sí.”
Silencio.
Felipe se quita las gafas de su nariz y las deja enganchadas sobre su
caebza. Se queda de pie allí, mirando atentamente la casa,
aparentemente entretenido.
Ana
frunce el ceño mientras lo observa. Teresa le sarandea un poco el
brazo para llamar su atención y vuelve a menear la cabeza
lentamente, repitiendo ese “NO” silente. Ana no le presta mucha
atención y se dirige al doctor.
“Pero
no se preocupe, si tiene el día muy complicado y el reconocimiento
tiene que ser ahora mismo, no veo ningún inconveniente.”
Teresa
se para frente a Ana para quedar en su línea de visión cuestión de
que tenga mirarla cuando le hable. “No, Ana, no. Tienes que
desayunar bien.”
“No
pasa nada, Teresa. No tengo mucho apetito.”
“Ana,
por el amor de Dios.”
“La
señorita tiene razón.”, la voz del doctor las interrumpe.
“Señora.”
Teresa no retira sus ojos de Ana, firme en su posición.
“Señora,
muy bien. La señora tiene razón. Debe comer bien, no queremos que
desarrolle anemia y se nos complique más todavía el panorama, que
muy bonito no está.” La sonrisa juvenil de Felipe no es
reconfortante en lo absoluto. “Yo puedo esperar, no se preocupen
por mí.” Felipe retira una silla y se sienta a la mesa. “Además,
debemos esperar a que llegue Emilia, mi enfermera.”
El
doctor pone su libretita sobre la mesa y, mirando de arriba a abajo a
Ana, se pone las gafas en su sitio y parece que va a escribir.
Empieza a buscar entre sus bolsillos, pero no encuentra con qué
escribir. Dionisio se le acerca y, educadamente, le entrega un
bolígrafo.
Teresa
sígue aún firme en su posición, de pie frente a Ana, con los
brazos cruzados frente a su pecho y sin retirarle la mirada.
Ana
suspira y menea la cabeza antes de, nuevamente, sonreirle
educadamente a Felipe y sentarse a la mesa para continuar con un
desayuno que no le apetece mucho. Teresa hace lo mismo.
***
El
reconocimiento del Dr. Sánchez es tan peculiar como su entrada
“triunfal” a la casa Rivas.
Le
faltan modales y delicadeza, hace preguntas inoportunas y hasta
parece distraído por momentos. Pero poco a poco, entre un comentario
inoportuno sobre Alfonso y una broma desafortunada sobre lo tensas
que están ellas, la imagen de un doctor de verdad comienza a tomar
forma.
Felipe
baila al ritmo de su propio tambor, pero sabe lo que hace. Al menos
eso es lo que Teresa quiere creer mientras lo observa tomarle la
presión arterial a Ana por segunda vez, para asegurarse de tener un
resultado más fiable.
Durante
el reconocimiento Ana se mantiene bastante callada: en su rostro se
nota una mezcla de sentimientos que Teresa no sabe decifrar del todo.
Cuando Teresa trata de cogerle la mano, Ana se la retira y prefiere
concentrar su mirada en Felipe escribiendo en su libretita.
Por
lo visto, Felipe tiene una libretita exclusiva para cada paciente que
trata, algo así como su historial médico, y la visita está llena
de preguntas sobre el trasfondo de Ana, su familia, sus hábitos...
el padre el niño. Esto último es un tema complicado para Ana y
Teresa, pero el hombre no lo nota. Ambas agradecen que, al menos por
ahora, no pregunte mucho más que su nombre y si tenía alguna
condición de salud preexistente a su drogadicción.
Eventualmente
Felipe le pregunta a Ana cuáles nombres tiene pensados para el niño
y ella no sabe responderle.
“No
estaría mal que fuera pensando en alguno. Hay médicos que piensan
que es mala suerte, pero yo lo veo más como plantearse una meta fija
y clara. La nuestra sería que Alfonsito nazca.”
Al
escuchar el nombre provisional que le ha puesto al niño, tanto a Ana
como a Teresa se le sube el corazón a la garganta, y no de buena
manera.
“No,
me parece, me parece que...” Ahora Ana sí mira a Teresa,
suplicante, como buscando su apoyo en esto. Teresa no tarde en
unírsele.
“No,
no, no, tampoco pienso que...”
“Suena
bien, ¿no? Ya está: para mí será Alfonsito hasta que usted decida
un buen nombre para él .” Felipe les sonríe, complacido consigo
mismo e ignorando la incomodidad de Ana y Teresa. En la tapa de la
libretita pone como título “Alfonsito García Rivas”.
Antes
de que pudieran seguir con el tema, llega finalmente Emilia. La joven
se disculpa efusivamente por la tardanza, aunque solo hacían falta
ojos para ver que el culpable de todo había sido Felipe, quien
obviamente cambió sus planes a última hora y sin avisar.
Emilia
es una chica de unos 23 años, bastante discreta y tímida, aunque se
nota que tiene buena mano con los pacientes.
Será
ella quien haga las visitas frecuentes a Ana, les informa Felipe,
aunque él promete venir al menos una vez a la semana.
El
veredicto de Felipe es a partes iguales esperanzador y aterrador:
Alfonsito tiene buenas probabilidades de nacer, pero Ana requerirá
de muchos cuidados. Su historial de tensión alta es lo que más le
preocupa, por lo que le recomienda no solamente reposo y tranquilidad
(casi reposo en la cama), sino que le receta varios medicamentos y le
da una dieta especial a seguir.
Si
Ana tuviera otra crisis como la que tuvo en Madrid, tanto Ana como
Alfonsito podrían morir. Al escuchar esto, el corazón de Teresa da
un salto. Esta vez al agarrarle la mano a Ana, esta no solo no la
rechaza, sino que se la aprieta.
Y
con esto el Dr. Felipe Sánchez se va a toda prisa porque tiene otros
pacientes que visitar.
Dionisio
nota que se llevó el bolígrafo que le prestó, pero prefiere callar
y dejarlo estar.
Teresa
siente una necesidad muy grande de llamar a Mauricio para que la
convenza de que ese chico tan raro es buen médico o, mejor aún, que
le recomiende otro.
Ana
no puede dejar de pensar en “Alfonsito”.
***
El
resto del día trajo consigo los ajetreos de terminar de desempacar y
poner la casa en orden. Aunque Teresa estaba preparada para una
inevitable discusión con Ana, para convencerla de que no podía
hacer demasiados esfuerzos, la discusión no fue necesaria. Por su
propia iniciativa, Ana prefirió irse a su cuarto y dejar que Teresa
se encargara de todo.
Una
parte de Teresa hubiese preferido la discusión a esa sensación tan
fea de que Ana simplemente ni siquiera quería hablar con ella más
de lo necesario.
Queriendo
ya dejar de pensar en el tema, Teresa se concentra en conocer mejor
la casa y, con la ayuda de Josefa, Francisco y Dionisio, tratar de
convertirla en un hogar para Ana. Se asegura de hacer una lista con
todas las comidas favoritas de Ana, las que le estaban permitidas, al
menos, y envía a Dionisio al centro del pueblo para hacer la compra
y para traer las medicinas recetadas por el Doctor. Luego Teresa
acomoda bien su ropa en el armario de su cuarto y piensa hacer lo
mismo con la de Ana, pero decide esperar a más tarde con la
esperanza de que Ana esté de mejor humor o no estuviera en su
cuarto. Unas horas después de haberla pedido, le pasan una
conferencia con Madrid. Mauricio, quien ya regresó de su luna de
miel, le asegura entre risas que Felipe puede parecer raro, pero es
muy capaz...mucho más que él, incluso, lo que a Teresa le cuesta
creer, pese a que decide darle un voto de confianza al bueno de
Salcedo y, por extensión, a Sánchez.
Ya
terminado todo lo que se le ha ocurrido hacer, mucho más temprano de
lo que esperaba (es lo que tiene tener servicio, no hay muchas cosas
que hacer), Teresa decide recorrer la casa de arriba a abajo. En un
principio piensa que su lugar favorito será la extensa biblioteca
con la que cuenta la casa. Las líneas de libros llegan hasta el alto
techo de la casona y parece haber de todo allí, desde libros de
poesía y novelas hasta libros de historia.
"A
Doña Encarna no le gustaba que la niña pasara los veranos perdiendo
el tiempo.", le dice casualmente Josefa mientras pasa por la
biblioteca de camino a llevarle a Ana unos documentos sobre el
mantenimiento de la casa. "Siempre se aseguraba de que la niña
leyera al menos por una hora o dos todos los días, a veces con ella.
Era muy exigente, ¡pero vaya señora!"
La
imagen de una Ana pequeñita y sentadita en una de esas sillas
leyendo un libro de poesía enternece mucho a Teresa.
Cuando
ya no le queda más casa que recorrer, a Teresa se le ocurre salir al
patio con idea de recorrer la playa. Había pensado que sería Ana
quien la llevaría a ver la playa Santanderina por primera vez, pero
como no sabe cuándo Ana estará por la labor y ella quiere tomar
algo de aire fresco, decide ir ella sola.
Al
abrir la puerta que da al patio, Teresa se sorprende por lo que se
encuentra.
El
patio de la casa no es un espacio abierto, sino que es o, mejor
dicho, alguna vez fue un jardín esplendoroso. Esto queda claro por
la verja alta de tablitas de madera que lo rodea, por la fuente seca
que en algún momento tenía agua, por el gazebo maltratado erguido
en una esquina... por el banquito despintado que en su momento
quedaría justo en el medio de las flores. Años de abandono lo han
reducido a una sombra de lo que fue, pero Teresa se puede imaginar el
precioso mundo escondido que seguramente hubo alguna vez allí .
Seguro que Ana de pequeña pasó mucho tiempo en este lugar, jugando
o leyendo. Seguro que su hijo también lo hará.
Más
allá de la verja, Teresa escucha las olas del mar y divisa a las
gaviotas volando sobre él.
"Le
hace falta mucho trabajo, pero poco a poco, ¿eh?" Don Francisco
jadea mientras mueve una bolsa de tierra y la pone en una esquina,
junto con otras. Su mono de trabajo está sucio, lleno de tierra. El
sudor le baja por la frente y por las mejillas hasta acumularse en su
barba. Ya no es tan joven como antes, pica ya los 60, y estas cosas
le dan más trabajo de lo que quisiera admitir.
Teresa
nota que, en el extremo derecho del jardín, Francisco ha comenzado a
escavar y a replantar flores de todos colores y tamaños. Teresa no
puede evitar pensar en lo lindo que estará todo cuando esté
terminado, si es que le hace justicia a su imaginación.
Ya
ve las rosas rojas trepando por las paredes de celosía del gazebo,
inspirando con su olor la lectura de cualquier poema de amor, los
arriates de dalias de todos los colores casi pegadas a la casa, los
dondiegos debajo de las ventanas, aromando la noche y los sueños,
los geranios de todos los colores colgando de sus ganchos por las
paredes del jardín, las buganvillas tapizando las verjas de madera,
exuberantes, destacando contra el azul del cielo y del mar…
Teresa
siempre quiso tener un jardín así.
"¿Está
bien?" Francisco se limpia el sudor de su rostro con un pañuelo.
"Sí,
sí, sí. Es que no me esperaba esto. No sabía que la casa tenía un
jardín así."
"Mmm."
Francisco empieza a alejarse, con miras a traer otra bolsa de tierra.
"Espere,
hábleme, más sobre esto. ¿Ana le mandó a replantar flores? ¿De
quién era este jardín?"
"La
señora Encarna era la que llevaba la casa. Ella fue la que nos mandó
a construirlo, tenía las ideas muy claras. ¿Ve ese gazebo? Diseñao
por ella sola. Una pena que no lo viera terminao." Francisco
menea la cabeza, apenado. "Una pena."
Resulta
que Encarna era tan específica y tan perfeccionista que poco se
podía adelantar durante sus cortas visitas en los veranos, y se
rehusaba a que lo trabajaran sin ella. Al fin y al cabo, el proyecto
sonaba como una distracción suya, más que nada.
"Al
menos pudimos poner toas las flores que pidió, aunque nunca quedara
complacida con toas las otras cosas que nos mandaba a poner."
Franciso se seca el sudor nuevamente. "A la niña Ana le
encantaba venir aquí a leer. Ella nos mandó a trabajar en él antes
de que llegara, ¿sabe?"
A
Teresa le extraña que Ana no se lo haya dicho antes de que salieran
de Madrid.
"Dijo
que le hiciéramos caso a usté."
"¿A
mí? ¿Por qué?" Ante la mirada confundida e inquisitiva de
Teresa, Francisco encoge los hombros. Se quita el sombrero y se
abaniquea.
Por
un momento, Teresa se imagina a sí misma trabajando en el jardín y
sonríe, pero menea la cabeza como sacándose de su propia fantasía.
"No,
no, no. Ya hablaré con ella. No sé si estaré aquí tanto tiempo
como para supervisar una obra así."
Sin
mirar hacia atrás, Teresa entra de nuevo a la casa. Francisco
regresa a su trabajo.
***
Ana
se mese en el sillón en que Encarna o su padre solían sentarse por
las noches para leerle un cuento. Está en el cuarto que será el
cuarto del niño, el que está junto al de Teresa.
Está
en el cuarto que alguna vez, cuando niña, fue suyo.
Lo
que Ana no esperaba era que el cuarto estuviera intacto. Josefa le
había mencionado que en algunas habitaciones de la casa quedaban
cosas de su famila, pero no pudo haber imaginado que al abrir esa
puerta estaría abriendo una cápsula de tiempo. Salvo al tenue olor
a sucio, a cerrado, a polvo, entrar al cuarto había sido como volver
a su infancia; a cuando tenía ocho años y para hablar con mamá,
con papá... con la abuela, solo tenía que salir de su cuarto a
buscarlos.
Papá
estaría en la biblioteca, pensando en los negocios aunque estuvieran
de vacaciones, pero al verla sonreiría y la sentaría sobre su
rodilla para escuchar, fuera cual fuera, esa cosa tan importante que
tenía que decirle.
Mamá
estaría en su cuarto, preparándose para una merienda con alguna
conocida importante, pero si la pillaba de buen humor la sentaría
frente al espejo y, entre risas, le pasaría carmín en los labios
con la advertencia juguetona de que no se lo enseñara a Encarna.
La
abuela estaría leyendo un libro en la sala o haciendo un crucigrama,
porque la mente hay que mantenerla despierta, y la invitaría a
hacerlo con ella, apoyada en su regazo.
Los
recuerdos a veces idealizan los tiempos que ya pasaron, pero Ana
quiere pensar que los suyos no la engañan. De cualquier manera, no
puede salir del cuarto a buscar a su familia para comprobar la
fiabilidad de sus recuerdos. Con su familia jamás podrá hablar de
nuevo, algo que pensaba que ya tenía superado, pero el tenerlos tan
cerca así de golpe casi le hace sentir todo de nuevo, súbitamente.
Pero
su familia ahora es el niño que lleva adentro. Con él podrá crear
nuevos recuerdos. Con él podrá empezar de nuevo. Eso es lo que se
repite pese a que la imagen horrible de un Alfonso desalmado,
forsándose sobre ella y con olor a alcohol, le viene a la mente
demasiadas veces cuando piensa en el niño.
"¿Señorita
Ana?" Tocan a la puerta. "¿Está aquí?" La puerta
del cuarto se abre y entra Josefa con una bandeja en la que lleva un
plato de galletas y una tasa de café. "Digo, Señora Ana. ¡Que
raro se me hace hacerme a la idea de que la niña ha crecido! Le
traje algo pa comer, que casi ni desayunó y sabe que tiene que comer
más." La sonrisa cálida de Josefa se torna dura, regañina,
cuando Ana abre la boca como para decir que no tiene hambre. "No
me contradiga, oye, que se lo cuento a su cuñá."
Ana
ríe un poco y desiste. Ante la falta de Encarna, Ramón y Marta,
parece que ahora las "amenazas" de Josefa incluirán a
Teresa.
"Tiene
razón." Ana coge la taza de café. Josefa arrastra una mesita
hasta a Ana y pone allí las galletas. "Gracias, Josefa. Por
todo."
Josefa
le sonríe cálidamente y pone su mano sobre el hombro de Ana. "Me
alegra mucho que haya vuelto. Siempre le tuve mucho cariño ¿sabe? A
usté y a la casa. Es bueno que vuelva a haber vida por aquí."
Señalando el vientre de Ana. "¡Y pronto, si Dios lo permite,
tendremos más!"
Ana
se sonroja un poco. "A mí también me alegra mucho verla."
Ana
come en silencio. Sigue mirando el cuarto y pensando en los cambios
que habrá que hacerle. Josefa no se va de su lado y cada cierto rato
la mira como diciéndole 'Come más, mija.'.
Eventualmente
Josefa rompe el silencio. "¿Va a hacer algo con este cuarto?"
"Sí.
Va a ser... va a ser el cuarto del niño."
Josefa
mira a su alrededor con las manos en la cintura y una expresión de
aprobación. "Buena idea, sí. ¿Y qué hacemos con tó esto?"
'Todo
esto' son las cosas de Ana. La ropa que aún queda en el armario. Las
fotos familiares en las paredes. Los libros de poesía sobre la
mesita de noche.
Si
la memoria no le falla a Ana, el diario que debe estar guardado en
alguno de los cajones.
Es
muy extraño que todo siga allí, pero lo está. Como tantas cosas
que le han caído encima a Ana en los últimos años, tendrá que
solucionarlo.
"¿Quiere
que lo tire? Se lo puedo llevar a la Iglesia, pa los pobres."
"¡No!
No, ni se le ocurra." A Ana la idea le parece casi un
sacrilegio. Por una vez, Ana no quiere soltar el pasado, aún.
"Déjeme... déjeme pensar. No hay prisa, acabamos de llegar,
¿no?". Ana sonríe para suavizar la dureza de su primera
contestación. "Por favor, ahora lo que necesito es que vaya a
mi cuarto y desempaque por mí. Lo iba a hacer yo, pero creo que
prefiero quedarme aquí otro rato. Y no se preocupe, póngalo todo
dónde quiera, no hay nada que necesite una instrucción especial."
Josefa
recoge la bandeja con las galletas (sobraron demasiadas, para su
gusto) y la taza de café. "Me pongo a ello ahora mismo."
Con una última sonrisa, Josefa empieza a salir del cuarto.
Ana
mira de nuevo a su alrededor y menea la cabeza. Decisión tomada.
"¿Josefa?"
"¿Sí?"
"He
cambiado de parecer. Ya me encargo yo de desempacar. No se preocupe,
que no es mucho." Ana mira nuevamente a su alrededor. "Quiero
que saquen todo esto de aquí. Todo, ¿me oye? Y que lo pongan en el
ático. Ya luego decido qué hacer con ello, pero por ahora lo
necesito fuera de mi vista."
Ana
sale de la habitación.
***
Sentada
sobre su cama, Ana mira una foto enmarcada de Alfonso.
La
había encontrado en una de sus maletas, guardada cuidadosamente
entre unas piezas de ropa. Sin duda no había sido ella quien se
había tomado la molestia de guardarla, cuando ni siquiera había
permitido que en su piso de Madrid quedaran fotos visibles de su
difunto marido. No, esa foto la debió haber puesto allí Teresa,
pensando que Ana debía tenerla por el niño.
Ana
no había visto el rostro de Alfonso en meses y, teniendo en cuenta
el día que lleva, recordarlo es lo que menos le apetece.
"Ya
he tenido suficiente por hoy." Ana guarda la foto en el mismo
cajón donde puso su anillo de casada y esta vez lo cierra con la
llave que, por casualidad, había encontrado en un cofresito dentro
del armario de su cuarto.
Tocan
a la puerta y antes de que Ana pueda contestar, Teresa entra.
Bastante tuvo que pensarse el entrar a hablar con Ana y no quiere
perder el valor.
"¿Ana?"
Ana
le evita la mirada.
"¿Mmm?"
Teresa
incómodamente mira a su alrededor: nota las maletas esquinadas y el
armario abierto, ahora lleno de ropa."¿Desempacaste?" Le
pregunta Teresa a Ana, con un tono de desaprobación.
"Sí."
Aún sin mirar a Teresa, Ana coge un libro de sobre la cama y abre la
puerta que da hacia el balcón.
Incrédula,
Teresa levanta las manos en sigo de frustración y por un momento no
le salen las palabras. Ana se sienta en una de las sillas del balcón
y hace como que lee. Teresa la sigue y se planta frente a ella.
"Ana,
por favor. Me debiste haber dejado a mí. Sabes que tienes que
guardar reposo, ¿no escuchaste lo que dijo el doctor?"
Ana
baja el libro y le contesta, aún evitando su mirada. "Tampoco
es como si hubiese subido las maletas yo misma. Además, sacar ropa
de un lado y ponerla en otro no requiere tanto esfuerzo."
El
tono cortante de Ana detiene a Teresa, quien suspira tristemente. Ana
vuelve a abrir el libro. El silencio es incómodo. Teresa juega con
su anillo de casada.
"¿Hay
algo más de lo que tengamos que hablar? Quisiera estar sola."
Teresa
comienza a irse, pero cuando ha caminado varios pasos y está ahora
detrás de Ana, se detiene. Tragando fuertemente, busca las fuerzas
para hablar. "Ana, no me gusta que estés enfadada conmigo."
Ana
suspira y cierra los ojos por un momento, antes de contestar. "No
estoy enfadada, Teresa."
"Ah,
¿no? Me cuesta creerlo." Silencio. "¿Me vas a mirar
siquiera?"
Ana
se levanta y tira el libro en la silla donde estaba sentada. Cruza
sus brazos y su mirada es tan dura y penetrante que Teresa no puede
sostenérsela. Luego de unos momentos, Ana suspira y su lenguaje
corporal, tan duro y cerrado hasta ese momento, cambia un poco. Su
rostro se suaviza y se pone triste. "No estoy enfadada, Teresa.
Estoy cansada."
Teresa
levanta la vista al instante. Su voz casi se quiebra cuando
habla."¿De...de mí?"
"No
de tí, Teresa. De lo que sea que es esto."Ana señala a Teresa
y a sí misma varias veces. "De no saber qué esperar de ti."
Teresa mira hacia el suelo, avergonzada. Ana se acerca y le busca la
mirada. "De no poder permitirme soñar siquiera porque es
imposible anticipar por dónde vas a salir."
"Ana,
yo vine para estar aquí contigo. Con vosotros. No puedes esperar
que...que-"
"¿Que
signifique que finalmente vas a estar aquí conmigo como yo necesito
que estés? ¿Acaso piensas que lo que de verdad necesito es una
enfermera y no una amante?" La dureza empieza a regresar al tono
de Ana.
"Ana,
por favor." Teresa menea la cabeza, suplicante.
"¿Por
favor qué? ¿Que no te lo recuerde? ¡Si es que ni siquiera lo
puedes decir en voz alta!"
Las
manos de Teresa tiemblan, su respiración se acelera. "Por favor
no me presiones. Las cosas han cambiado mucho desde la última vez
que tú y yo... que tú y yo..."
"Hicimos
el amor, Teresa. Desde la última vez que hicimos el amor, vamos,
¡dilo!" Ana sube un poco el tono de su voz. Teresa palidece un
poco.
"Muy
bien, ¡si! Desde la última vez que hicimos el amor, las cosas han
cambiado muchísimo. Ahora todo es diferente." Teresa casi le
suplica. "Y, Ana, por favor baja la voz."
"¿Por
qué?" Ana le da la espalda a Teresa mientras coge una cajetilla
de cigarrillos de sobre su mesita de noche, saca un cigarrillo y lo
enciende.
Teresa
mira a Ana con desaprobación, pero no se atreve a decir nada.
"Porque no me interesa que el servicio se entere de nuestras
cosas."
"Poco
me importa lo que piense el servicio, pero eso no es lo que te
pregunto." Ana nota la manera en que Teresa mira el cigarrillo y
lo apaga restregándolo bruscamente en el cenicero. "¿Por qué
las cosas han cambiado?"
Teresa
juega con su anillo de casada y tarda en contestar. "Porque
ahora Héctor lo sabe."
"Claro,
Héctor." Las palabras de Ana están llenas de hastío.
"Sí,
Ana. Héctor. Mi marido. El hombre que dejé destrozado en casa, con
los ojos llorosos. El hombre a quien le prometí fidelidad."
Ahora es Teresa quien sube un poco la voz, algo desesperada y
necesitando que Ana la entienda.
Ana
menea la cabeza, incrédula.
Teresa
pausa por unos momentos, tratando de recobrar la compostura. Cuando
habla de nuevo sus palabras suenan a súplica. "Ana, yo todavía
estoy muy confundida. Han pasado demasiadas cosas. Yo... yo sé que
he hecho mucho daño, y no solo a Héctor, sino a tí también. Y me
duele mucho, mucho, seguir haciéndotelo, de verdad. Yo vine aquí
porque no hay otro lugar en el mundo donde quisiera estar ahora
mismo: lo único que quiero es ayudarte y cuidarte. No hay nada que
me importe más que tu salud y la de mi sobrino. Pero yo vine aquí
también buscando paz y tranquilidad. No aguanto ya la idea de que
las cosas sean complicadas; estoy agotada. Siento que voy a volverme
loca." Los ojos de Teresa se aguan un poco y su voz se medio
quiebra. Ana parece que empieza a ablandarse, aunque no dice nada.
Teresa
se acerca a Ana y le agarra las manos. "No puedo estar contigo
como tú quieres cuando Héctor está solo en Madrid, esperándome y
sabiendo que estoy contigo. Me hace sentir culpable y ya no tengo más
fuerzas para sentir más culpa y para hacer más daño."
Ana
arranca sus manos de las de Teresa. "No se lo quieres hacer a
él, pero sí estás dispuesta a hacérmelo a mí."
"Por
el amor de Dios, Ana. No me hagas esto, tú siempre has sido muy
comprensiva conmigo. Por favor, no soportaría que cambiaras ahora.
Por favor."
Ambas
se quedan de pie en medio del cuarto, por momentos mirándose y por
momentos mirando el suelo o a cualquier otro lado. Ambas sufren.
Ana
rompe el silencio.
"Lo
que pasa, Teresa, es que en el pasado mi paciencia en parte salía de
la certeza de que tú me querías también y alguna vez lo asumirías,
algo que últimamente dudo. Cuando llegaste con la maleta pensé que
por fin las cosas serían diferentes. ¡Que ingenua fui!" Ana
ríe un poco, pero es una risa llena de pena.
"Ana,
por favor, no digas esas cosas." Una lágrima empapa la mejilla
de Teresa, pero no le quita la mirada a Ana.
"¿Acaso
no lo entiendes? Teresa, yo te quiero, pero a veces quererte duele
más de lo que te imaginas."
Teresa
da un paso hacia atrás: las palabras de Ana le han sentado como una
bofetada. Abre la boca, pero no le salen palabras. Ahora es Ana quien
no puede retenerle la mirada.
Tocan
a la puerta y se escucha la voz de Dionisio. "¿Doña Ana?"
Inmediatamente,
Ana y Teresa se alejan lo más posible, casi quedando en extremos
diferentes del cuarto. Teresa da la espalda a la puerta y se limpia
las lágrimas. Ana no deja de mirarla y tarda un poco en responder.
"Pase, Dionisio."
Dionisio
abre la puerta, pero al ver la tensión entre ellas decide no entrar
y hablar desde el pasillo. "Doña Ana, tiene visita."
"No
esperaba visita". Contesta Ana, confundida. No deja de mirar de
reojo a Teresa, quien está muy pensativa y mira a Dionisio sin
mirarlo en realidad "¿Quién es?"
"No
estoy seguro. Insistió que prefería presentarse ella misma."
***