lunes, 15 de septiembre de 2014

Capítulo 2, parte final

Título del fanfic: Por siempre tú
Personajes: Ana Rivas y Teresa García, entre otros.
Autor: natyxg

Notas:



Muchas gracias a Junco, del foro de AETR/AEPS, por ayudarme a revisar lo que escribo antes de publicarlo. ¡Gracias, Junco!  


CAPÍTULO DOS (PARTE FINAL) 



Ni Ana ni Teresa están de humor para recibir invitados, pero la curiosidad y el deseo de mantener las buenas formas, acaban de llegar a Santander, después de todo, las lleva a recibir a la visita misteriosa.

Al bajar las escaleras y llegar al salón principal, Ana y Teresa se encuentran con una mujer de unos sesentaitantos años, vestida con un traje discreto color oscuro, pero con accesorios en exceso que desmerecen la elegancia del vestido. De su cuello cuelga un rosario aparentemente de oro y sus manos están enguantadas. Mientras la mujer mira la casa de arriba a abajo, como inspeccionándola, unas pequeñas gemelas idénticas de unos cinco años están sentadas en el sofá, agarradas de la mano y siguiendo con sus ojos los movimientos de la mujer.

Si no acabaran de tener la discusión que habían tenido, Ana y Teresa seguro compartían una mirada extrañada al toparse con tal escena. Lo que sí hacen es mirar a la mujer por unos momentos, hasta que parece que va a tocar uno de los cuadros en la pared. Ana entonces carraspea la garganta para anunciar su presencia. La mujer pone su mano sobre su pecho, por la sorpresa, pero pronto se recompone y mira a Ana de arriba a abajo antes de sonreír y dirigirse a ella.

"¡Hola! No me diga, usted es la señora de la casa, la niña de los Rivas, ¿verdad? Si es que se le nota, solo de verla se le nota la elegancia Rivas." La mujer le extiende la mano a Ana, quien se la toma cautelosamente.

"Ah... Gracias. Mi nombre es Ana Rivas. ¿Qué puedo-"

"Mucho gusto. Yo soy Doña Catalina Herrero Guzmán, viuda de Gutierrez." De su tono de voz se desprende mucho orgullo. "Y estas son mis nietas, María y Carmencita."

Las niñas se levantan y, sin soltarse de las manos, le sonríen exageradamente a Ana antes de volverse a sentar.

Ana les sonríe incómodamente a las niñas y al levantar la vista se encuentra con una sonrisa de oreja a oreja en el rostro de Catalina, lo que no le ayuda a sentirse menos incómoda, y esto encima del mal día que está teniendo.

"Mucho gusto, ¿qué puedo hacer por usted?" le dice Ana a Catalina, haciendo un esfuerzo sobre humano para mantener las buenas formas.

"Espero que no le moleste -ay, ¿te puedo tutear?" Ana abre la boca para contestarle, pero la señora no la deja. "Espero que no te moleste que me presente así como así, aunque bueno, sí te mandé una nota esta mañana, ¿la recibiste?"

Por un momento Ana parece confundida, hasta que la recuerda. "Sí, sí la nota. Muy buen detalle de su parte."

"Ana, como veo que no me necesitas aquí voy a ver si me necesitan en la cocina o algo." La voz de Teresa suena cansada, y le evita la mirada tanto a Ana como a Catalina.

"Muy bien." Ana asienta con la cabeza, triste, también.

Al verlas hablar, Catalina aprovecha para mirar a Teresa de arriba a abajo, algo que no había hecho aún.

"¿Me puedes traer un café?" Catalina se dirige a Teresa por primera vez. "Mi hijo me dice que tomo demasiado, pero es que me encanta, a todas horas."

Antes de que Teresa conteste, Ana interviene. "Ya se encargará alguien del servicio. ¡Dionisio!"

"Ah, pero ella no es-"

"Esta es mi cuñada, Teresa García."

"Oh." Por un momento parece que Catalina quiere que se la trague la tierra, pero se recompone pronto y sonríe una sonrisa que no convence ni a Ana ni a Teresa. "Claro, por supuesto. La hermana del boxeador. Mis disculpas, de verdad." Catalina le extiende la mano a Teresa.

Teresa, no teniendo fuerzas para mucho más, le da la mano. "Está bien, no se preocupe. Buenos días."

Y con esto, Teresa deja a Ana a solas con su visita.

Doña Catalina, según le cuenta a Ana entre sorbo y sorbo de café, es una vecina de Santander, dueña de varios hoteles en la zona más exclusiva de Santander. Su único hijo varón, viudo, anda de viaje y le ha dejado a sus hijas para que se las cuide, algo que ella hace encantada porque son unos angelitos. Cuando lo dice, las niñas sonríen como si estuvieran entrenadas para ello.

A Ana poco le importa todo esto: su mente sigue en Teresa y lo ocurrido antes. No puede quitarse de la cabeza la expresión de dolor en su rostro cuando le dijo que... bueno, cuando le dijo lo que le dijo.

Pese a que la cabeza de Ana está, obviamente, en otro lado, Catalina no reconoce las indirectas de Ana cuando menciona lo largo que fue el viaje, que se le hizo difícil dormir en una cama extraña y que aún tiene muchas cosas que hacer. Aunque a Ana le importa poco la vida de Catalina, a este sí que le importa la de Ana, a juzgar por las tantas preguntas que le hace sobre su familia, su marido muerto, sus grandes Almacenes....

Doña Catalina Herrero Guzmán, viuda de Gutierrez, es una fisgona de esas con las que hay que tener mucho cuidado.

Ana maneja sus preguntas como mejor puede, pero llega a su límite cuando Catalina le pregunta por su anillo de casada, el cual no lleva puesto.

"De verdad que voy a tener que dejarla, es que acabamos de llegar y tengo muchos compromisos que atender." Ana hace un esfuerzo por sonar sincera. Parece que Catalina se lo cree.

"La entiendo, sí, ¡es que se me ha ido el santo al cielo! Lo que pasa es que cuando la compañía es tan grata el tiempo vuela.Yo también tengo muchas cosas que hacer. Estoy en uno de los comités involucrados en la restauración de nuestra Catedral, la de Nuestra Señora de la Asunción. Se quemó hace unos años y llevan mucho tiempo reconstruyéndola, ¿sabes? Ya pronto la inaugurarán de nuevo. " Catalina besa el crucifijo de su rosario y parece orgullosa.

"¿Ah sí? Es digno de admiración usar el tiempo en obras de caridad como esas." Ana alaga falsamente a Catalina y se pone de pie con la esperanza de que la mujer haga lo mismo.

"No es por darme alabanzas vacías, pero sí." Catalina se pone de pie. Las gemelitas hacen lo mismo. "La labor en la casa de Dios es de las más importantes."

Ana comienza a caminar hacia la puerta y Catalina la sigue, pero sin dejar de hablar.

"Has sido muy amable, me alegra haber venido a darte la bienvenida, creo que seremos muy buenas amigas."

Catalina sonríe. Ana palidece un poco.

"¡Vamos, mis amores!" Le dice Catalina a sus nietas, quienes se entretienen mirando el mismo cuadro que antes Catalina casi toca. "Otro día venimos con más tiempo y podéis mirar la casa con más detenimiento." Luego se dirige a Ana. "Es que esta casa tiene una clase y una categoría que hasta las niñas pequeñitas la reconocen."

Ya de pie y aguantando la puerta abierta, Ana no puede más que sonreír y rogar al cielo que la mujer se acabe de ir. "Muchas gracias, es muy amable." Le dice Ana a Catalina, quien le da un beso en cada mejilla y se va.

Por fin.

***

Los atardeceres en Santander son más bonitos de lo que Teresa esperaba. El sol y las nubes se reflejan en el agua de tal manera que parece que hay dos atardeceres, uno arriba y otro abajo, y tanto el azul del mar como el azul del cielo se ven más brillantes de lo esperado. En realidad, Teresa nunca había visto el mar antes de llegar a Santander, pero sospecha que mirarlo será uno de sus pasatiempos favoritos. Apoyada en el marco de la puerta del jardín que da a la playa y mirando el atardecer, Teresa se siente más tranquila de lo que se ha sentido desde que llegaron a Santander.

Después de la visita tan extraña de Catalina, las cosas habían estado muy tensas entre Ana y ella. Se hablaron muy poco y ninguna cenó casi, pese a las insistencias de Josefa.

Si Teresa es sincera, alguna de las cosas que le dijo Ana le atravesaron el alma como si fueran un cuchillo afilado. No hay defensa que valga, sin embargo, y Teresa lo sabe. Solo le queda esperar que Ana nuevamente se apiade de ella y la perdone. A veces teme que podría pasar la vida entera pidiendo perdón y eso no sería suficiente para resarcir todo el daño que ha hecho y sigue haciendo.

Teresa daría lo que fuera por poder vivir en un mundo donde las cosas no fueran tan complicadas.

Sin que Teresa lo note, Ana entra al jardín y la observa, algo triste. Antes había sido completamente sincera, pero pelearse con Teresa la deja agotada. Ella no quiere ser así, no quiere que ellas sean así. Y lo que menos quiere es hacerle daño a Teresa: ver su rostro antes de que llegara Dionisio a avisarle de la llegada de Catalina le había dolido tanto como sus palabras le habían dolido a Teresa.

No queriendo seguir dándole vueltas a todo, Ana se acerca a Teresa, quien siente su presencia, pero no se atreve a decir nada. Cuando Ana pone una mano sobre su hombro, Teresa tímidamente pone una mano sobre la de Ana y se la acaricia.

Teresa traga fuertemente y se obliga a hablar lo más casualmente posible. "Antes te había estado buscando para preguntarte por el jardín."

"Recuerdo que alguna vez mencionaste que siempre habías querido un jardín pero en Madrid no tenías dónde y en el pueblo no tenías tiempo. ¿Te gusta la idea? "

Teresa se da la vuelta y tanto ella como Ana miran el espacio donde estaría el jardín.

"Claro. Podría quedar precioso. Ya me imagino las flores de colores brillantes que podrías poner. Y lo relajante que sería sentarse debajo de un árbol mientras en el fondo se escucha el sonido del agua corriendo por la fuente y de las gaviotas volando... Podría ser como un escondite secreto."

La voz de Teresa tiene ese toque tan inocente que solía tener, y Ana no puede aguantar la sonrisa que se plasma en su rostro. "Ya te imagino sentada aquí, devorándote uno de los libros de la biblioteca."

Aunque no se atreva a decírselo a Ana en voz alta, Teresa no sabe si ella estará allí cuando el jardín esté terminado y en todo su esplendor.

"Creo que antes fui demasiado dura contigo."

Las palabras de Ana sacan a Teresa de sus pensamientos. "No, no, no, todo lo contrario." Teresa menea la cabeza efusivamente. "Conmigo siempre has tenido la paciencia de un santo, creo que no te lo he agradecido lo suficiente." Se sonríen tiernamente, Ana no pudiendo dejar de mirarla con ternura. Teresa baja la vista, avergonzada. "A veces me siento como la peor persona del mundo."

"No digas esas cosas. Sabes muy bien que no lo eres."

"Ana...si pudiera ir hacia atrás y deshacerlo todo, y así no haceros daño, lo haría en un segundo."

Ana no sabe si eso es bueno o es malo. "¿Qué pasó con Héctor que te ha dejado tan trastocada?"

Teresa evita la mirada de Ana y se da la vuelta para mirar el atardecer, de nuevo. "Creo que por primera vez en mucho tiempo lo vi como a una persona que sufre. Las cosas iban tan mal desde hace tanto tiempo, y conmigo se pasó tanto de la raya, que no me había percatado de que debajo de sus brabuconerías lo que hay es mucho dolor. Dolor que yo le causé. Me he portado muy mal con él." Teresa se gira hacia Ana y le agarra la mano. "Contigo también. Perdoname."

Ana acaricia el rostro de Teresa. "Sé que no lo has hecho con mala intención. No tengo nada que perdonarte." Cuando Teresa baja la mirada, Ana pone sus dedos en la barbilla de Teresa y le sube el rostro, para que la mire. Su voz es poco más que un susurro. "Vas a pedirme, nuevamente, que te de tiempo, ¿no?"

"No tengo derecho de pedirte nada, pero lo que necesito es tranquilidad. No quiero pensar en tantas cosas, ni quiero liarme de nuevo. Necesito descansar." Teresa pone su mano en el vientre de Ana. "Creo que ambas necesitamos descansar."

Ana parece triste, pero trata de ocultarlo.

"Ana, yo solamente quiero estar aquí contigo; sin presiones, sin culpas..."

Ana comienza a entender lo que quiere Teresa. "¿Me estás pidiendo que hagamos como si nada hubiese pasado entre nosotras?"

Teresa asienta con la cabeza, pero mira al suelo, avergonzada.

El silencio de los próximos minutos es agobiante para Teresa.

Cuando Teresa teme que se irá enfada de nuevo, Ana le responde. "Antes te he dicho que quererte duele más de lo que te imaginas. No mentí, a veces es así. Pero la mayor parte del tiempo ese amor me hace sentir como si hubiese llegado a casa; como si contigo lo pudiera todo y pudiera con todo. Eso me lo das simplemente siendo tú, y estando aquí. No necesito una enfermera o una amante, Teresa, te necesito a tí. Sea como sea, necesito que estés aquí."

"¿Estás segura de lo que me estás diciendo?"

Ana sonríe, llena de amor. "Dicen que el amor es paciente, ¿no? Y yo te amo más que a nadie en este mundo. Te seguiré esperando hasta el fin de mi vida, si fuera necesario."

Teresa abraza a Ana. Ambas se permiten sentir el calor de la otra. Teresa cierra los ojos, aliviada.

Ana acaricia la espalda de Teresa mientras habla. "Además, a mí tampoco me gusta que estemos enfadadas. Hoy te eché mucho de menos." Teresa, sin contestar y sin alejarse de Ana, asienta con la cabeza. "Anoche también."

Teresa también la extrañó en la noche, pero decirlo justo en este momento no es buena idea, así que se calla.

"Alfonsito" se mueve y Teresa deja de abrazar a Ana para poner su mano sobre su vientre y sentirlo.

Mientras Teresa está tratando de sentir al niño moverse de nuevo, Ana mira el mar a lo lejos y en su rostro se plasma una sonrisa divertida. "Con tanto jaleo ni siquiera te he llevado a la playa. Mañana podemos ir."

"Sí, sí, me parece estupendo."

"Ya mandé a Dionisio a que te consiga un bañador."

Teresa parece que morirá de vergüenza. Ana se ríe.

"¿Queeé? ¡Ana!"

Aún quedan cosas por decirse. Aún quedan cosas por hablar, cosas que solucionar, decisiones por tomar.... pero por ahora tanto Ana como Teresa prefieren dejarlas a un lado con tal de tener esa paz que sienten ahora mismo, compartiendo juguetonamente en su futuro jardín, con el atardecer santanderino alumbrándolo todo color ámbar. Tanto una como la otra necesitan demasiado esa paz como para hacer otra cosa.


lunes, 30 de junio de 2014

Capítulo 2, parte 2

Título del fanfic: Por siempre tú
Personajes: Ana Rivas y Teresa García, entre otros.
Autor: natyxg

Notas:



Muchas gracias a Junco, del foro de AETR/AEPS, por ayudarme a revisar lo que escribo antes de publicarlo. ¡Gracias, Junco!  


CAPÍTULO DOS (PARTE 2) 


***

Aparentemente, para el Dr. Felipe Sánchez “tarde” es lo mismo que “mañana” ya que el desayuno es interrumpido por el timbre de la puerta principal.

Teresa agradece la interrupción. Estar sentada allí, fingiendo que come (cuando tiene el estómago cerrado) y soportando la frialdad de Ana le duele demasiado. No vendrá mal tener otra cosa en la que concentrarse, algo que disipe esa tensión que tanto le desagrada.

El hombre que llega acompañando a Dionisio, sin embargo, las hace intercambiar una mirada llena de confusión.

El Dr. Felipe Sánchez parece joven, demasiado joven como para dejar a Teresa tranquila con la idea de que estará a cargo del tratamiento de Ana y su sobrino. No lleva corbata, ni gabán, ni sombrero ni ningún otro vestigio de la seriedad de su profesión. Sus pantalones corrientes y la camisa de cuadros, con manga corta, le hacen parecer un joven universitario que salió a pasear un domingo.

Pese a que su ropa está, al menos, limpia, planchada y en su sitio, se nota que no se ha afeitado en un par de días.

Sino fuera por el maletín de doctor que deja en suelo y el estetoscopio que cuelga de su cuello, Ana y Teresa hubiesen pensado que era un chico que el doctor verdadero había enviado con un recado para ellas.

“Hola, hola.” Felipe, sin mirar aún ni a Ana ni a Teresa, saca de uno de sus bolsillos una libretita. “Me llamo Felipe y estoy buscando a una tal...” Felipe pasa las páginas de su libretita hasta encontrar la que busca, pero la mira con dificultad. “Ah, una tal...hum...” Empieza a buscar entre los bolsillos de su pantalón. “¿Dónde puse mis...?”

“Doña Ana Rivas.” Le dice Dionisio, solemne aunque tratando de ocultar su propia confusión ante este personaje.

“Sí, sí, un momento.”

Teresa mira a Ana y menea la cabeza como diciendo “NO.” Ana se levanta sin contestarle y se dirige a Felipe. Sonriente, le extiende la mano al joven, quien estaba tan concentrado buscando sus espejuelos que parece sorprendido por su interrupción.

“Ana Rivas. ¿Usted es el doctor Sánchez? Es un placer conocerle.” El joven se limpia la mano en el pantalón antes de coger la mano de Ana. Se la aprieta fuertemente por un momento muy corto y luego sigue buscando sus gafas. La actitud del chico corta a Ana por un momento, quien se tiene que esforzar por mantener su sonrisa y sus tonos educados. “Viene muy recomendado por el doctor Salcedo.”

“Sí, sí. El bueno de Mauricio- ¡aquí están!” Felipe, triunfante, saca sus gafas de un bolsillito de su maletín. Al ponérselos, al menos parece más intelectual, aunque eso no tranquilice demasiado ni a Teresa ni a Ana. Ambas se mantienen tensas, estudiándolo de arriba a abajo, no sabiendo qué pensar.

El joven lee en voz alta de la libretita que tiene en la mano.

“Sí, busco a Ana Rivas. 24 años, embarazo de alto riesgo, amago de aborto, 5 meses de gestación-”

Teresa se levanta bruscamente; el ruido que hace su silla contra el suelo retumba por todo el comedor. Sus palabras interrumpen al excéntrico doctor.

“Hola, me llamo Teresa y soy la cuñada de Ana.” Teresa se para junto a Ana y, con una sonrisa algo incómoda, la agarra por la cintura. El contacto no pasa desapercibido por Ana, quien se tensa un poco. “No lo esperábamos hasta más tarde, nos ha pillado en mitad del desayuno.”

Felipe mira el reloj de su muñeca como si acabara de caer en cuenta de la hora que es. “Ah, sí. Es cierto, sí.”

Silencio. Felipe se quita las gafas de su nariz y las deja enganchadas sobre su caebza. Se queda de pie allí, mirando atentamente la casa, aparentemente entretenido.

Ana frunce el ceño mientras lo observa. Teresa le sarandea un poco el brazo para llamar su atención y vuelve a menear la cabeza lentamente, repitiendo ese “NO” silente. Ana no le presta mucha atención y se dirige al doctor.

“Pero no se preocupe, si tiene el día muy complicado y el reconocimiento tiene que ser ahora mismo, no veo ningún inconveniente.”

Teresa se para frente a Ana para quedar en su línea de visión cuestión de que tenga mirarla cuando le hable. “No, Ana, no. Tienes que desayunar bien.”

“No pasa nada, Teresa. No tengo mucho apetito.”

“Ana, por el amor de Dios.”

“La señorita tiene razón.”, la voz del doctor las interrumpe.

“Señora.” Teresa no retira sus ojos de Ana, firme en su posición.

“Señora, muy bien. La señora tiene razón. Debe comer bien, no queremos que desarrolle anemia y se nos complique más todavía el panorama, que muy bonito no está.” La sonrisa juvenil de Felipe no es reconfortante en lo absoluto. “Yo puedo esperar, no se preocupen por mí.” Felipe retira una silla y se sienta a la mesa. “Además, debemos esperar a que llegue Emilia, mi enfermera.”

El doctor pone su libretita sobre la mesa y, mirando de arriba a abajo a Ana, se pone las gafas en su sitio y parece que va a escribir. Empieza a buscar entre sus bolsillos, pero no encuentra con qué escribir. Dionisio se le acerca y, educadamente, le entrega un bolígrafo.

Teresa sígue aún firme en su posición, de pie frente a Ana, con los brazos cruzados frente a su pecho y sin retirarle la mirada.

Ana suspira y menea la cabeza antes de, nuevamente, sonreirle educadamente a Felipe y sentarse a la mesa para continuar con un desayuno que no le apetece mucho. Teresa hace lo mismo.

***

El reconocimiento del Dr. Sánchez es tan peculiar como su entrada “triunfal” a la casa Rivas.
Le faltan modales y delicadeza, hace preguntas inoportunas y hasta parece distraído por momentos. Pero poco a poco, entre un comentario inoportuno sobre Alfonso y una broma desafortunada sobre lo tensas que están ellas, la imagen de un doctor de verdad comienza a tomar forma.

Felipe baila al ritmo de su propio tambor, pero sabe lo que hace. Al menos eso es lo que Teresa quiere creer mientras lo observa tomarle la presión arterial a Ana por segunda vez, para asegurarse de tener un resultado más fiable.

Durante el reconocimiento Ana se mantiene bastante callada: en su rostro se nota una mezcla de sentimientos que Teresa no sabe decifrar del todo. Cuando Teresa trata de cogerle la mano, Ana se la retira y prefiere concentrar su mirada en Felipe escribiendo en su libretita.

Por lo visto, Felipe tiene una libretita exclusiva para cada paciente que trata, algo así como su historial médico, y la visita está llena de preguntas sobre el trasfondo de Ana, su familia, sus hábitos... el padre el niño. Esto último es un tema complicado para Ana y Teresa, pero el hombre no lo nota. Ambas agradecen que, al menos por ahora, no pregunte mucho más que su nombre y si tenía alguna condición de salud preexistente a su drogadicción.

Eventualmente Felipe le pregunta a Ana cuáles nombres tiene pensados para el niño y ella no sabe responderle.

“No estaría mal que fuera pensando en alguno. Hay médicos que piensan que es mala suerte, pero yo lo veo más como plantearse una meta fija y clara. La nuestra sería que Alfonsito nazca.”

Al escuchar el nombre provisional que le ha puesto al niño, tanto a Ana como a Teresa se le sube el corazón a la garganta, y no de buena manera.

“No, me parece, me parece que...” Ahora Ana sí mira a Teresa, suplicante, como buscando su apoyo en esto. Teresa no tarde en unírsele.

“No, no, no, tampoco pienso que...”

“Suena bien, ¿no? Ya está: para mí será Alfonsito hasta que usted decida un buen nombre para él .” Felipe les sonríe, complacido consigo mismo e ignorando la incomodidad de Ana y Teresa. En la tapa de la libretita pone como título “Alfonsito García Rivas”.

Antes de que pudieran seguir con el tema, llega finalmente Emilia. La joven se disculpa efusivamente por la tardanza, aunque solo hacían falta ojos para ver que el culpable de todo había sido Felipe, quien obviamente cambió sus planes a última hora y sin avisar.

Emilia es una chica de unos 23 años, bastante discreta y tímida, aunque se nota que tiene buena mano con los pacientes.

Será ella quien haga las visitas frecuentes a Ana, les informa Felipe, aunque él promete venir al menos una vez a la semana.

El veredicto de Felipe es a partes iguales esperanzador y aterrador: Alfonsito tiene buenas probabilidades de nacer, pero Ana requerirá de muchos cuidados. Su historial de tensión alta es lo que más le preocupa, por lo que le recomienda no solamente reposo y tranquilidad (casi reposo en la cama), sino que le receta varios medicamentos y le da una dieta especial a seguir.

Si Ana tuviera otra crisis como la que tuvo en Madrid, tanto Ana como Alfonsito podrían morir. Al escuchar esto, el corazón de Teresa da un salto. Esta vez al agarrarle la mano a Ana, esta no solo no la rechaza, sino que se la aprieta.

Y con esto el Dr. Felipe Sánchez se va a toda prisa porque tiene otros pacientes que visitar.

Dionisio nota que se llevó el bolígrafo que le prestó, pero prefiere callar y dejarlo estar.

Teresa siente una necesidad muy grande de llamar a Mauricio para que la convenza de que ese chico tan raro es buen médico o, mejor aún, que le recomiende otro.

Ana no puede dejar de pensar en “Alfonsito”.

***

El resto del día trajo consigo los ajetreos de terminar de desempacar y poner la casa en orden. Aunque Teresa estaba preparada para una inevitable discusión con Ana, para convencerla de que no podía hacer demasiados esfuerzos, la discusión no fue necesaria. Por su propia iniciativa, Ana prefirió irse a su cuarto y dejar que Teresa se encargara de todo.

Una parte de Teresa hubiese preferido la discusión a esa sensación tan fea de que Ana simplemente ni siquiera quería hablar con ella más de lo necesario.

Queriendo ya dejar de pensar en el tema, Teresa se concentra en conocer mejor la casa y, con la ayuda de Josefa, Francisco y Dionisio, tratar de convertirla en un hogar para Ana. Se asegura de hacer una lista con todas las comidas favoritas de Ana, las que le estaban permitidas, al menos, y envía a Dionisio al centro del pueblo para hacer la compra y para traer las medicinas recetadas por el Doctor. Luego Teresa acomoda bien su ropa en el armario de su cuarto y piensa hacer lo mismo con la de Ana, pero decide esperar a más tarde con la esperanza de que Ana esté de mejor humor o no estuviera en su cuarto. Unas horas después de haberla pedido, le pasan una conferencia con Madrid. Mauricio, quien ya regresó de su luna de miel, le asegura entre risas que Felipe puede parecer raro, pero es muy capaz...mucho más que él, incluso, lo que a Teresa le cuesta creer, pese a que decide darle un voto de confianza al bueno de Salcedo y, por extensión, a Sánchez.

Ya terminado todo lo que se le ha ocurrido hacer, mucho más temprano de lo que esperaba (es lo que tiene tener servicio, no hay muchas cosas que hacer), Teresa decide recorrer la casa de arriba a abajo. En un principio piensa que su lugar favorito será la extensa biblioteca con la que cuenta la casa. Las líneas de libros llegan hasta el alto techo de la casona y parece haber de todo allí, desde libros de poesía y novelas hasta libros de historia.

"A Doña Encarna no le gustaba que la niña pasara los veranos perdiendo el tiempo.", le dice casualmente Josefa mientras pasa por la biblioteca de camino a llevarle a Ana unos documentos sobre el mantenimiento de la casa. "Siempre se aseguraba de que la niña leyera al menos por una hora o dos todos los días, a veces con ella. Era muy exigente, ¡pero vaya señora!"

La imagen de una Ana pequeñita y sentadita en una de esas sillas leyendo un libro de poesía enternece mucho a Teresa.

Cuando ya no le queda más casa que recorrer, a Teresa se le ocurre salir al patio con idea de recorrer la playa. Había pensado que sería Ana quien la llevaría a ver la playa Santanderina por primera vez, pero como no sabe cuándo Ana estará por la labor y ella quiere tomar algo de aire fresco, decide ir ella sola.

Al abrir la puerta que da al patio, Teresa se sorprende por lo que se encuentra.

El patio de la casa no es un espacio abierto, sino que es o, mejor dicho, alguna vez fue un jardín esplendoroso. Esto queda claro por la verja alta de tablitas de madera que lo rodea, por la fuente seca que en algún momento tenía agua, por el gazebo maltratado erguido en una esquina... por el banquito despintado que en su momento quedaría justo en el medio de las flores. Años de abandono lo han reducido a una sombra de lo que fue, pero Teresa se puede imaginar el precioso mundo escondido que seguramente hubo alguna vez allí . Seguro que Ana de pequeña pasó mucho tiempo en este lugar, jugando o leyendo. Seguro que su hijo también lo hará.

Más allá de la verja, Teresa escucha las olas del mar y divisa a las gaviotas volando sobre él.

"Le hace falta mucho trabajo, pero poco a poco, ¿eh?" Don Francisco jadea mientras mueve una bolsa de tierra y la pone en una esquina, junto con otras. Su mono de trabajo está sucio, lleno de tierra. El sudor le baja por la frente y por las mejillas hasta acumularse en su barba. Ya no es tan joven como antes, pica ya los 60, y estas cosas le dan más trabajo de lo que quisiera admitir.

Teresa nota que, en el extremo derecho del jardín, Francisco ha comenzado a escavar y a replantar flores de todos colores y tamaños. Teresa no puede evitar pensar en lo lindo que estará todo cuando esté terminado, si es que le hace justicia a su imaginación.
Ya ve las rosas rojas trepando por las paredes de celosía del gazebo, inspirando con su olor la lectura de cualquier poema de amor, los arriates de dalias de todos los colores casi pegadas a la casa, los dondiegos debajo de las ventanas, aromando la noche y los sueños, los geranios de todos los colores colgando de sus ganchos por las paredes del jardín, las buganvillas tapizando las verjas de madera, exuberantes, destacando contra el azul del cielo y del mar…

Teresa siempre quiso tener un jardín así.

"¿Está bien?" Francisco se limpia el sudor de su rostro con un pañuelo.

"Sí, sí, sí. Es que no me esperaba esto. No sabía que la casa tenía un jardín así."

"Mmm." Francisco empieza a alejarse, con miras a traer otra bolsa de tierra.

"Espere, hábleme, más sobre esto. ¿Ana le mandó a replantar flores? ¿De quién era este jardín?"

"La señora Encarna era la que llevaba la casa. Ella fue la que nos mandó a construirlo, tenía las ideas muy claras. ¿Ve ese gazebo? Diseñao por ella sola. Una pena que no lo viera terminao." Francisco menea la cabeza, apenado. "Una pena."

Resulta que Encarna era tan específica y tan perfeccionista que poco se podía adelantar durante sus cortas visitas en los veranos, y se rehusaba a que lo trabajaran sin ella. Al fin y al cabo, el proyecto sonaba como una distracción suya, más que nada.
"Al menos pudimos poner toas las flores que pidió, aunque nunca quedara complacida con toas las otras cosas que nos mandaba a poner." Franciso se seca el sudor nuevamente. "A la niña Ana le encantaba venir aquí a leer. Ella nos mandó a trabajar en él antes de que llegara, ¿sabe?"

A Teresa le extraña que Ana no se lo haya dicho antes de que salieran de Madrid.

"Dijo que le hiciéramos caso a usté."

"¿A mí? ¿Por qué?" Ante la mirada confundida e inquisitiva de Teresa, Francisco encoge los hombros. Se quita el sombrero y se abaniquea.

Por un momento, Teresa se imagina a sí misma trabajando en el jardín y sonríe, pero menea la cabeza como sacándose de su propia fantasía.

"No, no, no. Ya hablaré con ella. No sé si estaré aquí tanto tiempo como para supervisar una obra así."

Sin mirar hacia atrás, Teresa entra de nuevo a la casa. Francisco regresa a su trabajo.

***

Ana se mese en el sillón en que Encarna o su padre solían sentarse por las noches para leerle un cuento. Está en el cuarto que será el cuarto del niño, el que está junto al de Teresa.

Está en el cuarto que alguna vez, cuando niña, fue suyo.

Lo que Ana no esperaba era que el cuarto estuviera intacto. Josefa le había mencionado que en algunas habitaciones de la casa quedaban cosas de su famila, pero no pudo haber imaginado que al abrir esa puerta estaría abriendo una cápsula de tiempo. Salvo al tenue olor a sucio, a cerrado, a polvo, entrar al cuarto había sido como volver a su infancia; a cuando tenía ocho años y para hablar con mamá, con papá... con la abuela, solo tenía que salir de su cuarto a buscarlos.

Papá estaría en la biblioteca, pensando en los negocios aunque estuvieran de vacaciones, pero al verla sonreiría y la sentaría sobre su rodilla para escuchar, fuera cual fuera, esa cosa tan importante que tenía que decirle.

Mamá estaría en su cuarto, preparándose para una merienda con alguna conocida importante, pero si la pillaba de buen humor la sentaría frente al espejo y, entre risas, le pasaría carmín en los labios con la advertencia juguetona de que no se lo enseñara a Encarna.

La abuela estaría leyendo un libro en la sala o haciendo un crucigrama, porque la mente hay que mantenerla despierta, y la invitaría a hacerlo con ella, apoyada en su regazo.

Los recuerdos a veces idealizan los tiempos que ya pasaron, pero Ana quiere pensar que los suyos no la engañan. De cualquier manera, no puede salir del cuarto a buscar a su familia para comprobar la fiabilidad de sus recuerdos. Con su familia jamás podrá hablar de nuevo, algo que pensaba que ya tenía superado, pero el tenerlos tan cerca así de golpe casi le hace sentir todo de nuevo, súbitamente.

Pero su familia ahora es el niño que lleva adentro. Con él podrá crear nuevos recuerdos. Con él podrá empezar de nuevo. Eso es lo que se repite pese a que la imagen horrible de un Alfonso desalmado, forsándose sobre ella y con olor a alcohol, le viene a la mente demasiadas veces cuando piensa en el niño.

"¿Señorita Ana?" Tocan a la puerta. "¿Está aquí?" La puerta del cuarto se abre y entra Josefa con una bandeja en la que lleva un plato de galletas y una tasa de café. "Digo, Señora Ana. ¡Que raro se me hace hacerme a la idea de que la niña ha crecido! Le traje algo pa comer, que casi ni desayunó y sabe que tiene que comer más." La sonrisa cálida de Josefa se torna dura, regañina, cuando Ana abre la boca como para decir que no tiene hambre. "No me contradiga, oye, que se lo cuento a su cuñá."

Ana ríe un poco y desiste. Ante la falta de Encarna, Ramón y Marta, parece que ahora las "amenazas" de Josefa incluirán a Teresa.

"Tiene razón." Ana coge la taza de café. Josefa arrastra una mesita hasta a Ana y pone allí las galletas. "Gracias, Josefa. Por todo."

Josefa le sonríe cálidamente y pone su mano sobre el hombro de Ana. "Me alegra mucho que haya vuelto. Siempre le tuve mucho cariño ¿sabe? A usté y a la casa. Es bueno que vuelva a haber vida por aquí." Señalando el vientre de Ana. "¡Y pronto, si Dios lo permite, tendremos más!"

Ana se sonroja un poco. "A mí también me alegra mucho verla."

Ana come en silencio. Sigue mirando el cuarto y pensando en los cambios que habrá que hacerle. Josefa no se va de su lado y cada cierto rato la mira como diciéndole 'Come más, mija.'.

Eventualmente Josefa rompe el silencio. "¿Va a hacer algo con este cuarto?"

"Sí. Va a ser... va a ser el cuarto del niño."

Josefa mira a su alrededor con las manos en la cintura y una expresión de aprobación. "Buena idea, sí. ¿Y qué hacemos con tó esto?"

'Todo esto' son las cosas de Ana. La ropa que aún queda en el armario. Las fotos familiares en las paredes. Los libros de poesía sobre la mesita de noche.

Si la memoria no le falla a Ana, el diario que debe estar guardado en alguno de los cajones.

Es muy extraño que todo siga allí, pero lo está. Como tantas cosas que le han caído encima a Ana en los últimos años, tendrá que solucionarlo.

"¿Quiere que lo tire? Se lo puedo llevar a la Iglesia, pa los pobres."

"¡No! No, ni se le ocurra." A Ana la idea le parece casi un sacrilegio. Por una vez, Ana no quiere soltar el pasado, aún. "Déjeme... déjeme pensar. No hay prisa, acabamos de llegar, ¿no?". Ana sonríe para suavizar la dureza de su primera contestación. "Por favor, ahora lo que necesito es que vaya a mi cuarto y desempaque por mí. Lo iba a hacer yo, pero creo que prefiero quedarme aquí otro rato. Y no se preocupe, póngalo todo dónde quiera, no hay nada que necesite una instrucción especial."

Josefa recoge la bandeja con las galletas (sobraron demasiadas, para su gusto) y la taza de café. "Me pongo a ello ahora mismo." Con una última sonrisa, Josefa empieza a salir del cuarto.

Ana mira de nuevo a su alrededor y menea la cabeza. Decisión tomada.

"¿Josefa?"

"¿Sí?"

"He cambiado de parecer. Ya me encargo yo de desempacar. No se preocupe, que no es mucho." Ana mira nuevamente a su alrededor. "Quiero que saquen todo esto de aquí. Todo, ¿me oye? Y que lo pongan en el ático. Ya luego decido qué hacer con ello, pero por ahora lo necesito fuera de mi vista."

Ana sale de la habitación.
***

Sentada sobre su cama, Ana mira una foto enmarcada de Alfonso.

La había encontrado en una de sus maletas, guardada cuidadosamente entre unas piezas de ropa. Sin duda no había sido ella quien se había tomado la molestia de guardarla, cuando ni siquiera había permitido que en su piso de Madrid quedaran fotos visibles de su difunto marido. No, esa foto la debió haber puesto allí Teresa, pensando que Ana debía tenerla por el niño.

Ana no había visto el rostro de Alfonso en meses y, teniendo en cuenta el día que lleva, recordarlo es lo que menos le apetece.

"Ya he tenido suficiente por hoy." Ana guarda la foto en el mismo cajón donde puso su anillo de casada y esta vez lo cierra con la llave que, por casualidad, había encontrado en un cofresito dentro del armario de su cuarto.

Tocan a la puerta y antes de que Ana pueda contestar, Teresa entra. Bastante tuvo que pensarse el entrar a hablar con Ana y no quiere perder el valor.

"¿Ana?"

Ana le evita la mirada.

"¿Mmm?"

Teresa incómodamente mira a su alrededor: nota las maletas esquinadas y el armario abierto, ahora lleno de ropa."¿Desempacaste?" Le pregunta Teresa a Ana, con un tono de desaprobación.

"Sí." Aún sin mirar a Teresa, Ana coge un libro de sobre la cama y abre la puerta que da hacia el balcón.

Incrédula, Teresa levanta las manos en sigo de frustración y por un momento no le salen las palabras. Ana se sienta en una de las sillas del balcón y hace como que lee. Teresa la sigue y se planta frente a ella.

"Ana, por favor. Me debiste haber dejado a mí. Sabes que tienes que guardar reposo, ¿no escuchaste lo que dijo el doctor?"

Ana baja el libro y le contesta, aún evitando su mirada. "Tampoco es como si hubiese subido las maletas yo misma. Además, sacar ropa de un lado y ponerla en otro no requiere tanto esfuerzo."

El tono cortante de Ana detiene a Teresa, quien suspira tristemente. Ana vuelve a abrir el libro. El silencio es incómodo. Teresa juega con su anillo de casada.

"¿Hay algo más de lo que tengamos que hablar? Quisiera estar sola."

Teresa comienza a irse, pero cuando ha caminado varios pasos y está ahora detrás de Ana, se detiene. Tragando fuertemente, busca las fuerzas para hablar. "Ana, no me gusta que estés enfadada conmigo."

Ana suspira y cierra los ojos por un momento, antes de contestar. "No estoy enfadada, Teresa."

"Ah, ¿no? Me cuesta creerlo." Silencio. "¿Me vas a mirar siquiera?"

Ana se levanta y tira el libro en la silla donde estaba sentada. Cruza sus brazos y su mirada es tan dura y penetrante que Teresa no puede sostenérsela. Luego de unos momentos, Ana suspira y su lenguaje corporal, tan duro y cerrado hasta ese momento, cambia un poco. Su rostro se suaviza y se pone triste. "No estoy enfadada, Teresa. Estoy cansada."

Teresa levanta la vista al instante. Su voz casi se quiebra cuando habla."¿De...de mí?"

"No de tí, Teresa. De lo que sea que es esto."Ana señala a Teresa y a sí misma varias veces. "De no saber qué esperar de ti." Teresa mira hacia el suelo, avergonzada. Ana se acerca y le busca la mirada. "De no poder permitirme soñar siquiera porque es imposible anticipar por dónde vas a salir."

"Ana, yo vine para estar aquí contigo. Con vosotros. No puedes esperar que...que-"

"¿Que signifique que finalmente vas a estar aquí conmigo como yo necesito que estés? ¿Acaso piensas que lo que de verdad necesito es una enfermera y no una amante?" La dureza empieza a regresar al tono de Ana.

"Ana, por favor." Teresa menea la cabeza, suplicante.

"¿Por favor qué? ¿Que no te lo recuerde? ¡Si es que ni siquiera lo puedes decir en voz alta!"

Las manos de Teresa tiemblan, su respiración se acelera. "Por favor no me presiones. Las cosas han cambiado mucho desde la última vez que tú y yo... que tú y yo..."

"Hicimos el amor, Teresa. Desde la última vez que hicimos el amor, vamos, ¡dilo!" Ana sube un poco el tono de su voz. Teresa palidece un poco.

"Muy bien, ¡si! Desde la última vez que hicimos el amor, las cosas han cambiado muchísimo. Ahora todo es diferente." Teresa casi le suplica. "Y, Ana, por favor baja la voz."

"¿Por qué?" Ana le da la espalda a Teresa mientras coge una cajetilla de cigarrillos de sobre su mesita de noche, saca un cigarrillo y lo enciende.

Teresa mira a Ana con desaprobación, pero no se atreve a decir nada. "Porque no me interesa que el servicio se entere de nuestras cosas."

"Poco me importa lo que piense el servicio, pero eso no es lo que te pregunto." Ana nota la manera en que Teresa mira el cigarrillo y lo apaga restregándolo bruscamente en el cenicero. "¿Por qué las cosas han cambiado?"

Teresa juega con su anillo de casada y tarda en contestar. "Porque ahora Héctor lo sabe."

"Claro, Héctor." Las palabras de Ana están llenas de hastío.

"Sí, Ana. Héctor. Mi marido. El hombre que dejé destrozado en casa, con los ojos llorosos. El hombre a quien le prometí fidelidad." Ahora es Teresa quien sube un poco la voz, algo desesperada y necesitando que Ana la entienda.

Ana menea la cabeza, incrédula.

Teresa pausa por unos momentos, tratando de recobrar la compostura. Cuando habla de nuevo sus palabras suenan a súplica. "Ana, yo todavía estoy muy confundida. Han pasado demasiadas cosas. Yo... yo sé que he hecho mucho daño, y no solo a Héctor, sino a tí también. Y me duele mucho, mucho, seguir haciéndotelo, de verdad. Yo vine aquí porque no hay otro lugar en el mundo donde quisiera estar ahora mismo: lo único que quiero es ayudarte y cuidarte. No hay nada que me importe más que tu salud y la de mi sobrino. Pero yo vine aquí también buscando paz y tranquilidad. No aguanto ya la idea de que las cosas sean complicadas; estoy agotada. Siento que voy a volverme loca." Los ojos de Teresa se aguan un poco y su voz se medio quiebra. Ana parece que empieza a ablandarse, aunque no dice nada.

Teresa se acerca a Ana y le agarra las manos. "No puedo estar contigo como tú quieres cuando Héctor está solo en Madrid, esperándome y sabiendo que estoy contigo. Me hace sentir culpable y ya no tengo más fuerzas para sentir más culpa y para hacer más daño."

Ana arranca sus manos de las de Teresa. "No se lo quieres hacer a él, pero sí estás dispuesta a hacérmelo a mí."

"Por el amor de Dios, Ana. No me hagas esto, tú siempre has sido muy comprensiva conmigo. Por favor, no soportaría que cambiaras ahora. Por favor."

Ambas se quedan de pie en medio del cuarto, por momentos mirándose y por momentos mirando el suelo o a cualquier otro lado. Ambas sufren.

Ana rompe el silencio.

"Lo que pasa, Teresa, es que en el pasado mi paciencia en parte salía de la certeza de que tú me querías también y alguna vez lo asumirías, algo que últimamente dudo. Cuando llegaste con la maleta pensé que por fin las cosas serían diferentes. ¡Que ingenua fui!" Ana ríe un poco, pero es una risa llena de pena.

"Ana, por favor, no digas esas cosas." Una lágrima empapa la mejilla de Teresa, pero no le quita la mirada a Ana.

"¿Acaso no lo entiendes? Teresa, yo te quiero, pero a veces quererte duele más de lo que te imaginas."

Teresa da un paso hacia atrás: las palabras de Ana le han sentado como una bofetada. Abre la boca, pero no le salen palabras. Ahora es Ana quien no puede retenerle la mirada.

Tocan a la puerta y se escucha la voz de Dionisio. "¿Doña Ana?"

Inmediatamente, Ana y Teresa se alejan lo más posible, casi quedando en extremos diferentes del cuarto. Teresa da la espalda a la puerta y se limpia las lágrimas. Ana no deja de mirarla y tarda un poco en responder. "Pase, Dionisio."

Dionisio abre la puerta, pero al ver la tensión entre ellas decide no entrar y hablar desde el pasillo. "Doña Ana, tiene visita."

"No esperaba visita". Contesta Ana, confundida. No deja de mirar de reojo a Teresa, quien está muy pensativa y mira a Dionisio sin mirarlo en realidad "¿Quién es?"

"No estoy seguro. Insistió que prefería presentarse ella misma."
 
***